En los últimos meses, la discusión pública ha girado en torno a dos propuestas recurrentes: aumentar los salarios o reforzar las medidas para controlar la inflación. Ambas parecen orientadas a mejorar el bienestar de la ciudadanía, pero no siempre producen el mismo efecto en la vida real.
Un aumento salarial trae consigo la ilusión inmediata de progreso: ver reflejado un monto mayor en la nómina genera confianza y sensación de avance. Sin embargo, cuando los precios de los alimentos, la vivienda, el transporte y los servicios básicos suben a la par, ese incremento se desvanece en cuestión de semanas. La capacidad adquisitiva no mejora, y la familia trabajadora sigue sintiendo el mismo peso en su economía diaria.
Por el contrario, cuando la inflación se mantiene bajo control, el ciudadano experimenta un beneficio menos “visible”, pero más profundo y sostenible: cada peso conserva su valor, el presupuesto familiar se planifica con mayor certeza y se crean las condiciones para ahorrar, invertir y pensar en el futuro. En ese escenario, el salario, aunque no cambie, se convierte en un recurso más estable y confiable.
La reflexión es clara: no se trata únicamente de cuánto ganamos, sino de cuánto nos rinde lo que ganamos. Apostar por la estabilidad de precios no significa renunciar a salarios justos, sino reconocer que el verdadero progreso se mide en la capacidad de las familias de vivir con dignidad y sin sobresaltos económicos.