La cesantía nació como un instrumento de justicia laboral, concebido para ofrecer seguridad económica al trabajador ante la pérdida del empleo. Sin embargo, décadas después, su diseño rígido y la ausencia de un sistema de financiamiento preventivo la han convertido en una de las principales trabas para la formalización laboral en el país.
Desde la óptica jurídica, la cesantía constituye una obligación directa y exclusiva del empleador, sin un fondo que la respalde ni un mecanismo de distribución de riesgo. Esto significa que, ante una terminación, el pago completo recae sobre la empresa, muchas veces sin capacidad financiera para asumirlo. En consecuencia, numerosos empleadores, especialmente micro y pequeños, optan por mantenerse en la informalidad, no por falta de voluntad, sino por temor a las consecuencias económicas que puede acarrear cumplir con la ley.
También es justo reconocer que no todos los trabajadores actúan con buena fe. Algunos utilizan la figura de la cesantía como una vía para provocar su desvinculación o para reclamar montos improcedentes, debilitando el propósito ético de la protección laboral y afectando la confianza entre las partes.
Reformar el sistema no implica restar derechos, sino adaptar su funcionamiento a una realidad más equilibrada y sostenible, donde se proteja al trabajador sin castigar al empleador.
Un régimen laboral moderno debe garantizar protección, transparencia y viabilidad, para que la formalización deje de ser un riesgo y se convierta en una verdadera oportunidad compartida entre quienes emprenden y quienes trabajan con honestidad.