En República Dominicana, más del 98% del tejido empresarial está conformado por MIPYMES. De ellas, una gran parte está liderada por mujeres que, con creatividad y resiliencia, sostienen negocios que se han convertido en la base económica de sus familias y de sus comunidades. Sin embargo, detrás de cada historia de éxito hay un factor que a menudo se invisibiliza: la formalización.
El emprendimiento femenino más allá de enfrentar barreras de capital o acceso a mercados, requiere superar un muro silencioso: la falta de acompañamiento legal y estructural. Muchas iniciativas quedan atrapadas en la informalidad, lo que significa limitaciones en financiamiento, menor competitividad y vulnerabilidad frente a contingencias. Formalizar no es un lujo burocrático, es blindar los sueños con certeza jurídica y abrir la puerta a crecer en igualdad de condiciones.
No obstante, hablar de formalización exige reconocer las piedras en el camino. Para muchas mujeres emprendedoras, los trámites resultan costosos y tediosos, los requisitos legales son complejos y la falta de acceso a asesoría especializada se convierte en un obstáculo recurrente. A esto se suma la carga de roles: la mujer emprendedora suele hacerlo mientras sostiene su hogar, atiende a sus hijos y lucha contra un sistema financiero que todavía la califica como “más riesgosa” que un hombre. El resultado se traduce en proyectos con enorme potencial que quedan al margen de beneficios fiscales, de programas de apoyo y de la posibilidad de integrarse plenamente en las cadenas de valor.
Superar estas barreras no depende únicamente de la voluntad individual, sino de un ecosistema que entienda que cada hora invertida en un trámite innecesario es una hora que se resta a la innovación y al crecimiento. Apostar por la digitalización de procesos, simplificar registros y acercar la educación legal y financiera a las emprendedoras es apostar por la competitividad nacional. Y en este punto, las políticas públicas juegan un papel decisivo: no basta con incentivar el emprendimiento si el marco regulatorio sigue siendo un laberinto que desalienta. Urge diseñar esquemas diferenciados para MIPYMES lideradas por mujeres, con cuotas simplificadas, incentivos fiscales por formalización, mayor acceso a créditos blandos y acompañamiento técnico especializado. Invertir en estas medidas no es un gasto estatal, es una apuesta inteligente por el crecimiento sostenible.
Cuando una mujer registra su negocio, protege su marca y establece contratos claros, no solo gana seguridad; gana legitimidad frente a proveedores, bancos e inversionistas y con ello envía un mensaje poderoso: “Mi proyecto es sostenible, no una improvisación.” Esa legitimidad es, en muchos casos, la diferencia entre un emprendimiento que sobrevive y uno que se expande.
Las mujeres emprendedoras han demostrado una capacidad innata para transformar escasez en abundancia. Sin embargo, para que ese talento florezca sin límites, es necesaria la construcción de estructuras sólidas que las respalden. Allí radica el verdadero cambio cultural: comprender que el derecho no es un freno, sino un catalizador para la competitividad. En un país que aspira a mayor inclusión y
crecimiento sostenible, hablar de MIPYMES sin hablar de formalización es dejar fuera el cimiento de la competitividad. Y hablar de emprendimiento femenino sin mencionar el acceso a herramientas legales y el rol de las políticas públicas es desconocer una de las llaves más potentes para cerrar brechas.
El verdadero empoderamiento no se mide solo en la pasión de emprender, sino en la capacidad de convertir esa pasión en empresas sólidas, con contratos que resguardan, con marcas que se defienden, con estructuras que permiten crecer sin miedo y con un Estado que entienda que apoyar la formalización femenina es invertir en el futuro del país. Porque cuando las mujeres formalizan, no solo protegen sus negocios: garantizan que sus sueños puedan trascender generaciones.