El país observa con atención las evaluaciones del Consejo Nacional de la Magistratura, y aunque parezca un tema técnico, en realidad se trata de una decisión que toca fibras mucho más profundas: la credibilidad institucional, la estabilidad del sistema y la lectura internacional sobre cómo se ejerce la justicia.
Cada vez que se mueve una pieza en el tablero judicial, se envía un mensaje al mundo sobre qué tipo de Estado queremos ser: uno que evoluciona con transparencia o uno que improvisa bajo presión.
En materia de inversión y desarrollo, las cifras importan, pero las señales pesan más. El inversionista extranjero no solo evalúa tasas o incentivos fiscales; observa cómo un país maneja el poder, cómo respeta los procesos y qué tan predecibles son sus decisiones. Esa coherencia, no los discursos, es la que define si somos confiables.
Si el proceso de selección y renovación judicial se convierte en un ejercicio de mérito y transparencia, fortaleceremos la imagen del país y fortaleceremos la credibilidad tanto interna como externa.
Pero si se percibe como un acto político más, el costo institucional será alto, y no solo para la justicia: también para la economía y la confianza ciudadana.
Hoy, más que seguridad jurídica, necesitamos coherencia institucional: reglas claras, decisiones previsibles y un compromiso real con el país que decimos construir.